domingo, 19 de octubre de 2014

Hablemos de la muerte


Río Nyabarongo (Ruanda)
El P. José María estaba librando su último combate, y desde luego no parecía  que lo fuera a ganar con más de noventa años y unos pulmones muy cansados. Su compañero de toda la vida, el P. Peláez, me pidió acompañarle en el autobús para visitarle en la Fundación Jiménez. Desde que el P. Peláez se había caído en la Gran Vía tenía miedo de viajar solo en el bus. Haciendo de tripas corazón superó sus prejuicios raciales y se agarró a mí y nos fuimos hasta el Hospital. Cuando llegamos, el P. José María estaba muy alterado. Se destapaba continuamente y se levantaba mirando la cruz que estaba en la habitación. Muy nervioso, se disponía a rezar en posición de “chico bueno”, pero le fallaba las fuerzas y se volvía a tumbar en la cama. Las enfermeras se estaban planteando atarle para que no se cayera al suelo. Nos aconsejaron cogerle de la mano para sentir el calor humano. Le miré al P. Peláez para que hiciera los honores, no porque me diera miedo tocar a un moribundo sino porque conocía sus reservas raciales y no quería estropearle sus últimas horas. Pero el P. Peláez se negó con la cabeza y me vi obligado a intervenir. Probablemente en ese último capítulo de su vida, el detalle racial era insignificante. Entre la morfina y mis caricias a su mano se fue calmando hasta quedarse prácticamente dormido. Su corazón fatigado por el último combate apenas latía. El P. Peláez me pidió que nos marcháramos puesto que ya estaba dormido. Me di cuenta que no quería ser testigo del último aliento de su compañero y amigo en muchos conventos. Cuando llegamos a casa nos informaron que el P. José María había muerto unos minutos después de nuestra marcha.
 
Un par de años después, me llamó mi amigo Manuel para comunicarme que estaba convaleciendo en las instalaciones hospitalarias de Los Montalvos en Salamanca. Durante mis primeras visitas charlábamos de muchas cosas. Incluso le provocaba con mis groserías. “Qué barbaridad”, me decía el P. Manuel, profesor jubilado en la Pontificia de Salamanca. Pero la tarde en que estaba a punto de partir, le vi muy inquieto y sólo me pudo decir que había dejado mi número de teléfono a uno de sus compañeros conventuales para avisarme del desenlace final. Prácticamente estuve con él apenas diez minutos. Las enfermeras me mandaron salir de la habitación. Al verme que seguía esperando en el pasillo me aconsejaron irme a tomar un café porque le iban a sedar. Me marché con las lágrimas en los ojos. Era evidente que el P. Manuel estaba librando su último combate. Al día siguiente por la tarde me informaron dónde se encontraba su capilla ardiente.
 
Estoy convencido de que las personas mayores manejan sus últimos momentos y cruzan la otra orilla intentando incomodar lo menos posible a quienes seguimos esperando nuestra hora. Cuando el año pasado mi padre me confesó que tenía que hacer sus necesidades en la cama intuí que estaba listo para marcharse. Había distribuido la herencia a sus hijos y todos, menos yo, habían acudido para tener una última charla con él. Confió a su esposa sus últimos deseos: le dijo que quería ser enterrado por su primogénito, y le dejó libertad para que ella eligiera a quién le acompañará a ella en su último viaje cuando Dios pronuncie su nombre. Y el domingo 12 de mayo de 2013, a las cinco y media de la tarde, pidió a su fiel nieto que fuera a buscarle un zumo para beber. Cuando regresó con el zumo, mi padre ya había muerto. Mi hermana Monique dice que fue detallista hasta en su morir: no quiso expulsar el último aliento en presencia del nieto que le había cuidado en los últimos años para no dejarle un mal recuerdo (el último combate mortal es siempre un drama para el protagonista y un trauma para los asistentes).
Tengo que hacer mis necesidades en la cama, hijo (me dijo muy angustiado, unos días antes de su muerte por teléfono). Le pregunté si no quería ir al médico y me dijo que no lo consideraba necesario: tranquilo hijo. Tú has hecho todo lo que has podido. Pero yo soy consciente de que se acerca mi momento. Debemos entregarnos dignamente cuando llega ese momento. Y el mío está muy cerca. Le he encargado a tu sobrino avisarte cuando Dios me llame (Imana nimpamagara). 
Era la primera vez que mi padre me hablaba directamente de su muerte. Fui consciente de que se estaba despidiendo de mí. Me saltaron las lágrimas y no pude seguir hablando con él. Me inventé que tenía poco saldo en el móvil y corté la llamada. Después de asimilar sus palabras, le llamé de nuevo y le dejé despedirse como corresponde. Le prometí llamarle en tres días para ver cómo andaba, pero cuando llamé ya había perdido el habla, respiraba mal y no pudimos hablar. Dos días después llamé de nuevo, mi madre me dijo que había logrado hablar un poco, que incluso había pedido que le sacaran al patio para tomar un poco de sol. Entendí que había querido contemplar el rostro de este mundo por última vez y le dije a mi madre que llamaría en dos días para ver si ya estaba un poquito mejor para hablar con él. Y cuando llamé por teléfono y mi sobrino me contestó llorando, me vi obligado a consolarle a él, a mi madre y a mis hermanos. Hacía diez minutos que acababa de cruzar la otra orilla.
Diecinueve años nos separaba de nuestro último encuentro, en plenas matanzas generalizadas en aquella primavera de 1994. En aquel entonces, casi todos ruandeses nos preparamos para morir. Durante la primera semana yo rezaba a Dios para salvarme. Cuando vi que estaba rogando lo imposible, empecé a pedir morir de un disparo. Me aterrorizaba morir a machetazos. Empezaban a llegar rumores de que los verdugos exigían dinero a las víctimas que querían morir de un balazo. Todavía hoy guardo los billetes que llevaba conmigo por si tenía que comprar una bala. Llegado el momento y fui apuntado por un kalashnikov, bajé la cabeza muy aliviado. Pero no era el momento de partir hacia los antepasados: era el momento de huir.
 
La vivencia de la muerte de nuestros seres queridos depende de cómo hayan fallecido. Una muerte pacífica como la de mi padre apacigua el corazón de los suyos. Una muerte dramática como la que viví en un pueblo de Teruel es tremendamente angustiosa. El silencio de la iglesia se rompía cada dos por tres por los llantos de una madre que nada  ni nadie podía consolar en ese momento. Treinta minutos de la Misa me parecieron una eternidad. El chiquillo de unos trece años disfrutaba de su bicicleta bajando una de las calles del pueblo, y por un despiste o por un fallo en los frenos acabó chocando mortalmente contra un muro de una de las casas. Los llantos de su madre durante la Misa me recordaban los llantos de mis hermanas, hace ya muchos años, cuando yo también parecía haber perdido el combate vital.
Yo llevaba unos días con la fiebre muy alta. De lo que recuerdo de esa tarde es que, apoyándome sobre mi madre le dije que había llegado el momento y que me tenía que despedir. Mi madre llamó a mi hermana para que fuera a avisar a mi padre. Unos minutos después yo ya estaba en coma, o muerto como todos aseguraron. Mi hermana me decía que era imposible que yo viera la llegada de mis dos hermanas acompañadas de nuestro tío porque ya me habían tapado con una manta, con los ojos cerrados y en posición mortal (preparativos que se llevan a cabo cuando todavía el cuerpo está caliente). Sin embargo yo fui capaz de describir perfectamente el escenario, la llegada de los vecinos para velar el cuerpo durante la noche y los preparativos del funeral. Como mínimo estuve presente unas dos horas, el tiempo que todos aseguran que yo estaba muerto. Después de esas dos horas tengo lagunas. Me desperté al día siguiente hacia las siete y mi hermana (tres años mayor que yo) debió llevarse un buen susto cuando vio cómo me quitaba la manta. La pobre no se había separado de mi cama. Enseguida aparecieron mis padres, mi hermano mayor y mis otras dos hermanas. Todos lloraban. Le pregunté a mi madre porqué lloraban pero no me contestó. Sólo quería abrazarme. Me permití el lujo de levantarme y salir al patio, aunque ayudado por mi madre. Los vecinos no tuvieron tiempo para esconder el material para preparar la tumba. Pregunté quién se había muerto pero me dieron respuestas evasivas mientras me convencían para volver a mi habitación. En cuestión de minutos todo había vuelto a la normalidad pero el acontecimiento se había convertido en un tema tabú. Sólo mi hermana Monique me daba detalles de ese acontecimiento. Enseguida archivé esa historia, lo mismo que había hecho cuando le pregunté a mi madre porque no quería pasar por un puente que lleva a la parroquia cuando íbamos juntos a Misa, y prefería dar rodeos, tardando casi el doble de tiempo. Me contó que, embarazada de mí, viniendo de la catequesis pre-natal intentó cruzar el puente, se cayó al río a punto de desbordarse por las lluvias. El rio le arrastró casi cincuenta metro y nos salvamos de milagro. Como la historia no parecía divertirle, no me pareció adecuado solicitarle más detalles.

martes, 14 de octubre de 2014

Hermana Paciencia Melgar Ronda


Hna. Paciencia Melgar Ronda
Ignorada por el gobierno español en la supuesta “repatriación curativa” del misionero Miguel Pajares (ella, enferma de Ébola igual que su compañero misionero, no tenía nacionalidad española); curada por el tratamiento recibido in situ, la Hermana Paciencia fue requerida urgentemente por el gobierno español para donar sangre para el tratamiento del P. Manuel García Viejo (que falleció antes de recibir el suero de la sangre de Paciencia) y de Teresa (la auxiliar de enfermería que en estos momentos sigue en tratamiento).

Cuando mi amigo, misionero en Camerún, leyó la historia de la Hermana Paciencia me mandó un correo recitando el evangelio: “la piedra rechazada es ahora la piedra angular”. Una amiga española me comentó, entre indignación: “¡Claaaaaro! Cuando nos interesa, entonces sí que hay pasaporte y avión para venir a España”. Y un periodista de El Mundo terminaba la crónica de la llegada de Paciencia al Hospital Carlos III diciendo: Y allí, en una habitación doble del hospital, se quedó Paciencia. Estará varios días. Su sangre, la que se quedó en Liberia cuando no quisieron traerla a España con el Padre Pajares, es ahora una fuente de vida para otros con Ébola”.

Paciencia es trilliza. Al parecer, cuando los tres nacieron su madre decidió ponerle a cada hijo un nombre que recordara la historia de su nacimiento. Llamó Milagrosa al primer bebé en aparecer (niña); al segundo le llamó Diosdado (niño) y al tercero le llamó Paciencia (niña) por el tiempo que tuvo que esperar para que sacara la cabeza. Desde luego es una mujer a recordar, no sólo por su nacimiento y dedicación misionera, sino también por generosidad.

Ayer cuando venía en el Metro, un compañero de trabajo (blanco) me comentaba que alguien de su círculo había colgado en la red un comentario: “los putos negros que nos traen enfermedades raras, ¿por qué no se quedan en sus países”. Un negro que vive en un pueblo español me mandó un Whatsapp diciendo que se había dado cuenta que cuando entra en su habitual bar, los parroquianos dejan de hablar de Ébola. Y el pasado sábado, mi madre que vive en un pueblo de África me preguntaba qué era eso de Ébola porque había oído que en España habían muerto dos misioneros, y ella, con sus ochenta años, nunca había oído hablar de Ébola.  Indignado o cabreado, llevaba un par de días queriendo titular una entrada de esta forma: ¿Se equivocó Dios creando a los negros? O los negros son un error de la naturaleza”. Pero cuando anoche una amiga y compañera de trabajo (blanca) se despidió de mí con un beso en la mejilla (yo, estando acatarrado), decidí cambiar el título. Volví a leer la respuesta de la Hermana Paciencia cuando la llamaron para sondearla si podía donar sangre para tratar al P. Manuel: ¡Claro!, que le pongan el suero de mi sangre, le doy toda la que necesiten”.

Las personas de buena voluntad estamos en deuda con Miguel, Manuel, Paciencia y Teresa, la auxiliar que se contagió mientras cuidaba a Miguel y Manuel y que ha recibido la sangre donada por Paciencia. Es vergonzoso que en lugar de darle una medalla, el gobierno de Madrid la tratara casi como una “ignorante kamikaze”. Teresa mantuvo limpios los dos misioneros, que en paz descansen: recogía sus vómitos, sus diarreas; les cambiaba los pañales y las sabanas, y al final es tachada de “mentirosa” por un consejero de la comunidad de Madrid que aún sigue en sus funciones. ¿No es indignante? Conozco alguien que hizo un trabajo parecido al de Teresa (“porque yo necesitaba comer”, me decía cuando me lo contaba). No pudo ir a la Universidad porque las circunstancias familiares no se lo permitieron, pero juraría que es más lista que ese consejero de la Comunidad de Madrid que insultó a Teresa y que se jacta de tener la vida resuelta porque es Doctor y pertenece a la casta. El señorito consejero. “¡Habráse visto!”, diría mi antiguo profesor de Lógica en Salamanca.

Las personas de buena voluntad se resisten a reconocer que los gobiernos occidentales se mueven generalmente sólo por intereses político-económicos, y puntualmente por intereses electorales. La geopolítica vertebra incluso las acciones de los gobiernos de tendencia supuestamente católica como el gobierno de Mariano Rajoy que, hasta ahora no ha hecho nada para colaborar en la lucha contra la expansión de Ébola en África. Hace un par de días el Presidente Obama confesaba su “soledad” para montar una lucha eficaz contra Ébola en África. Mi amigo misionero diría que “saltó el fusible” al poco tiempo de que Obama, negro, pidiera ayuda internacional para ayudar un pueblo de negros, Liberia, que luchó activamente contra la esclavitud de los negros patrocinada por los gobiernos europeos de entonces. Salta el fusible porque un Presidente negro, pidiendo ayuda a los blancos para ayudar a negros es sospechoso. No obstante, Cuba, que supuestamente no juega en la liga de los campeones en economía y en derechos humanos como España, desplazó más de 150 sanitarios para luchar contra Ébola en África. “Os conocerán por vuestras obras”, diría Jesús de Nazaret.

Un tertuliano de una emisora española defendía, el sábado por la noche, que Ébola podría ser una creación en un laboratorio para intereses ocultos. A estas alturas, no me sorprende nada. Ya lo dijo Jean Marie Le Pen hace un par de semanas, a propósito de la inmigración africana: “Monseigneur Ebola peut résoudre l’explosión demographique en trois mois”. Otro italiano de la Liga Norte propuso mandar la Marina italiana para hundir las pateras llenas de inmigrantes africanos en el Mediterráneo. Hace unos días el Papa Francisco recibió los inmigrantes supervivientes del naufragio todavía no aclarado en las costas de Lampedusa.

“¿Por qué nos odian tanto”, se suele preguntar una amiga negra que lleva más de veinte años viviendo en España. Tal vez la pregunta adecuada sería: "¿Por qué hay quienes nos quieren tanto?"
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+ El Padre Miguel Pajares murió el 12 de agosto 2014
+ El Padre Manuel García Viejo murió el 25 de septiembre 2014

 

jueves, 9 de octubre de 2014

Nacer, crecer y morir

Todos sabemos que el ser humano es uno de los seres más desvalidos entre los mamíferos superiores. Su salida del útero materno tiene lugar en un momento de inmadurez biológica. El recién nacido tiene que ser protegido por sus allegados durante un período notablemente más prolongado que en el caso de cualquier otro mamífero. En muchas culturas del mundo se le otorga el status de independencia cuando cumple los dieciocho años de vida. Biológicamente y culturalmente nacemos a destiempo, pasando del seno materno a la matriz cultural que nos acoge y nos va introduciendo en la conflictividad vital. Durante este proceso de encarnación social nos encontramos más necesitados que el resto de los animales. Ni siquiera somos capaces de defendernos contra cualquier tipo de violencia como el hambre, el frío, el calor o la enfermedad. Un recién nacido abandonado a su suerte no es capaz de sobrevivir.
Juan Masía Clavel sostiene que el ser humano es un “animal inacabado” que se expone a los aspectos de maduración y de autodestrucción individual y colectivamente, a los aspectos de lucidez y de prejuicios, a los aspectos de avances y decadencias. Su nueva vida no tiene fuerza en sí misma: cuenta con la necesaria ayuda de sus progenitores porque francamente, como dice Ignacio Larrañaga, “sin desearlo él mismo, lo echaron a participar en esta carrera. No puede dejar de participar ni salir de la carrera. Saldrá de ella, no cuando él quiera, sino cuando lo saquen. Más aún: no solamente tiene que participar de una carrera no deseada; sino que tiene que hacerlo con un caballo que no es de su grado” y esperar la muerte con resignación. Este final nos plantea muchos enigmas antropológicos: ¿Qué sentido puede tener una existencia abocada a la inexistencia, una vida condenada al aniquilamiento, una unidad que avanza hacia su descomposición?
Los antropólogos dualistas que separan el cuerpo del alma sostienen que el cuerpo muere y que el alma es inmortal. Los monistas, sean espirituales o corporales, también constatan la muerte del cuerpo. Quienes consideramos que el ser humano es una unidad psicosomática, que la persona no tiene cuerpo sino que es cuerpo, también constatamos la muerte del ser humano. Aunque nuestra experiencia no va más allá de la observación del nacer y del morir de otras personas, tenemos la seguridad de nuestra muerte. Es más: la previsión anticipadora de la muerte afecta nuestro actual modo de situarnos en el mundo. La desaparición de las personas queridas nos hace vivir intensamente la muerte y concebir mejor la nuestra. Incluso para “los que parecen hijos de otro dios”, la muerte patentiza su vulnerabilidad.
Muchos estudios sostienen que la muerte no es un momento, es un proceso. El proceso biológico comienza muy pronto. El organismo se va deteriorando. Una dolencia lo acelera. Una enfermedad terminal lo precipita. Albert Camus dice que “los hombres mueren y no son felices”. Las desgracias causadas por la violencia de la naturaleza (tormentas, inundaciones, terremotos, huracanes, el dolor, la vejez, la enfermedad) nos recuerdan constantemente lo frágil, ambiguo y vulnerable que es nuestra vida. Hay una especie de proceso biológico del vivir caminando hacia el morir, y a través del morir, hacia tal vez el sobrevivir. Mientras tanto lo que nos urge es saber cómo caminar con armonía y serenidad en este mundo que nos ha tocado vivir.

jueves, 2 de octubre de 2014

El primer día de una guerra es inolvidable

Cuando empezó la guerra el uno de octubre de 1990 yo acababa de empezar el tercer curso de secundaria, con mis 18 tacos recientemente cumplidos. Me acuerdo perfectamente cómo sucedió: a las nueve y media apagamos las luces  para dormir. En mi cuarto dormíamos doce alumnos (seis literas). A las once nos despertamos al oír un continuo ruido de camiones militares en la carretera Gahini-Kagitumba. Deducimos erróneamente que eran soldados que iban de maniobras militares en el cuartel de Gabiro, y nos despreocupamos del asunto. Nos despertamos como todos los días. La Dirección del colegio no nos dejaba escuchar la radio por la mañana, ni había teléfonos en el colegio para enterarnos de lo que había pasado la noche anterior.
El día transcurrió sin ningún problema. Terminamos las clases de la mañana como siempre a las 12:25. Comimos y muchos fuimos a la siesta como siempre. Sin embargo, antes de volver a clase a las 14:00, vimos los jeeps militares pasar a gran velocidad hacia Gabiro. Eso ya no era normal. Los profesores estaban al corriente de lo que estaba pasando a través de Radio France Internacional, pero habían recibido orden por parte de la Dirección de evitar cualquier comentario sobre el asunto. Terminamos las clases. Deporte, ducha, estudio y cena. Justo a partir de las 18:30, mientras algunos seguían cenando, otros nos enteramos en los avances informativos que el pueblo había sido invadido desde Uganda por miles de rebeldes, que los guardias de la frontera habían sido asesinados a quemarropa, que entre cuatro y  diez coches militares habían sido quemados, y que el frente estaba alrededor del campo militar de Gabiro, justo a menos de 50 kilómetros de nuestro colegio. El Ministerio de la Defensa pedía tranquilidad y afirmaba que las fuerzas gubernamentales habían logrado parar el ataque. El jefe del Estado, Juvénal Habyarimana, estaba de vista en el extranjero. El comunicado de los militares declaraba el estado de couvre-feu: prohibido formar un grupo de tres personas, prohibido salir de su casa, prohibido recibir visitas, esperar la nueva orden. Entretanto, los militares buscaban a quienes podrían ser cómplices: los servicios secretos habían logrado saber que en la capital habían algunos comandos dispuestos a tomar los cuarteles militares de Kanombe y Kacyiru, y así de paso controlar la zona de los ministerios, el aeropuerto y la residencia presidencial. Durante la noche nadie pegó ojo. Sabíamos que nuestros días estaban contados.
Desde nuestras aulas se oían los disparos, las explosiones de granadas y bombas. El cielo estaba invadido por helicópteros militares, y la zona parecía muerta. Por la mañana siguiente casi nos bombardean: estábamos preparando las bananas y patatas que íbamos a comer, y nos sorprendió un helicóptero militar. Formábamos varios grupos de más de veinte personas cada uno y eso estaba desde luego prohibido. Cuando los dos helicópteros se alienaron para disparar disparar empezamos a gritar: nos libramos milagrosamente de los disparos. Había tanto estrés en el colegio que las clases fueron suspendidas.
A mediodía tuvimos la reunión con el Director del colegio: nos dijo que si la situación se agravaba el gobierno trataría de avisarnos y proporcionaría algunos autocares para llevarnos a un lugar seguro, y si fuera necesario, nos refugiaríamos en el país vecino, Tanzania. El Director no nos convenció. Algunos nos escapamos para informarnos de los soldados que pasaban por la carretera Kayonza-Kagitumba, pero sus rostros desfigurados hablaban por sí solos.
La noche fue eterna. Hacia las 02:00 de la madrugada paró en nuestro colegio un camión lleno de soldados camuflados: nos pidieron agua. Nos preguntaron acerca de los movimientos de sus compañeros. Que dónde estaba el puesto de control más cercano. Qu qué armas pesados habíamos visto en los camiones militares. Ellos decían que venían del cuartel de paracomandos de Gisenyi. Que desconocían nuestra zona. Que por urgencia no habían tenido tiempo para ponerse de acuerdo con sus camaradas. Más tarde supimos que eran rebeldes que buscaban por dónde pasar la noche antes de iniciar los combates al amanecer. De hecho aquella misma noche hubo enfrentamientos fuertes a seis kilómetros de nuestro colegio. Por la mañana, nuestro colegio estaba sitiado: se llevaron al Director y dos profesores. A mediodía nos enteramos que algunos comandos habían atacado la capital Kigali con armamento fuerte, pero que la situación ya estaba controlada. La verdadera historia la supimos meses después: un teatro estratégico para atrapar a más de 5 mil sospechosos en una noche.
Nuestro Director fue interrogado, pero debido a su rango eclesiástico (era pastor anglicano), tres días después fue puesto en libertad condicional. Pero los otros dos profesores fueron conducidos a la prisión de Kibungo. Dos semanas después se llevaron otra vez a nuestro Director, y fue la última vez que le vimos con vida.  Se cuenta que le llevaron al ayuntamiento donde los soldados enfurecidos le estuvieron torturando todo el día. Le obligaron a comer sus gafas y los zapatos que llevaba. En la furgoneta que le trasladó a la comisaría de Rwamagana, tuvo que soportar patadas de los soldados. Cuando llegó a la comisaría ya no podía respirar. Le habían roto intencionalmente varias costillas. Finalmente le ejecutaron. En el informe dijeron que le dispararon cuando intentaba escaparse. Por la mañana, un viernes inolvidable, oímos por radio nacional un comunicado del obispado que anunciaba el funeral. Los militares nos prohibieron cualquier comentario acerca de su muerte. A partir de ese momento, la policía secreta controlaba todos los movimientos en el internado.
Los militares habían ordenado reanudar las clases porque así por lo menos estaríamos bajo control. De lo contrario, los más nerviosos podían escaparse del colegio en búsqueda de un lugar seguro, lo que significaba automáticamente la muerte. A los pocos días, debido al ruido incesante de los disparos, las clases fueron suspendidas. Poco a poco nos acostumbramos a vivir en medio del miedo. Veíamos cómo los camiones traían cajas de soldados muertos en el frente, aunque siempre las emisoras gubernamentales cantaban victoria. El Hospital de la zona estaba lleno de civiles heridos: cabezas abiertas por las granadas, piernas amputadas por las minas antipersonales, cuerpos llenos de entradas de balas. Realmente la guerra no había perdonado a nadie.  Y eso que era el principio.
Los que tenían familiares militares empezaron a recibir noticias de sus padres. El país se había militarizado totalmente. Nos llegaban historias escalofriantes: muchachas violadas, maridos abatidos delante de sus mujeres, jóvenes movilizados a pesar de su poca voluntad, tiendas saqueadas..., una mujer que rescató un perro pensando que era su hijo y cuando ya había recorrido cinco minutos se dio cuenta de la malicia de la criatura al no contestarle y no pudo volver a por su hijo, etc… La vida se había convertido en una lucha continua contra los enemigos invencibles. Y todo empezó el 01 de octubre de 1990.

Los actos del doctor Pourbais en Congo

François Kabasele-Lumbala , teólogo y obispo congoleño, cuenta cómo asistió a la humillación de los negros en su poblado, prácticamente en l...