viernes, 29 de enero de 2016

El ser humano participa en su ser


Los filósofos existencialistas defienden acertadamente que el ser humano es él que siempre decide lo que es. Hablamos, naturalmente, del ser humano que tiene conciencia de sí y que aun no ha entrado en la decadencia mortal. Porque nadie puede obviar que otros deciden nuestro nacimiento; que otros deciden nuestra educación infantil, que incluso otros pueden influir en algunas decisiones juveniles. Pero cuando descubrimos nuestra identidad con la mayoría de edad mental, podemos revisar nuestro camino y diseñarlo de acuerdo con nuestros sueños.

 

Sostener que el ser humano es él que decide su destino quiere decir que la persona no está totalmente condicionada o determinada. En última instancia, la persona se determina a sí misma. Su capacidad creativa hace que no se limite a existir, sino que siempre decida cuál puede ser su existencia. Por omisión o por acción, nos vamos recreando hasta llegar a nuestro último suspiro.

 

En el momento en que alguien se hace responsable de su propia vida, entonces los demás podemos facilitarle todos los medios para que recorra con éxito el camino que se ha propuesto seguir. De nada sirve planear un camino con alguien que no está dispuesto a andar. De nada sirve aconsejar alguien que no aceptar el consejo. De nada sirve corregir a quien no reconoce sus fallos o que piensa que las cosas están bien tal como están. Personalmente creo que los casos perdidos existen y no deben ocupar nuestro tiempo.

 

El mundo está lleno de individuos que se pasan toda la vida evitando tomar decisiones. Su mayor preocupación no es buscar el camino sino más bien encontrar excusas perfectas para justificar por qué no pueden recorrer éste u otro camino que, previamente, pactan con sus allegados. Si no fuera porque la decisión (o la no-decisión) de unos afecta a los demás, nadie se preocuparía por el hecho de que alguien decidiera autodestruirse porque al fin al cabo, es su vida que está en juego. Porque nadie ignora que hay causas perdidas por las que no vale la pena implicarse, a no ser que queramos asfixiarnos.