En el
pasado, el ser humano primitivo luchaba por defender un trozo de tierra que
llamaba “patria” y se enorgullecía derramando su sangre en ella y estampando su
nombre en la lista de “los caídos por la patria”. Hoy por hoy, el lema de “todo
por la patria” que se encuentran en los cuarteles de todos los ejércitos es una
trasnochada.
Desde la
Declaración Universal de los Derechos humanos, los más sensatos arriesgan sus
vidas sólo para defender derechos y
libertades fundamentales. Los auténticos
héroes ya no llevan un fusil en sus manos sino una vacuna contra la malaria, un
litro de leche para los desnutridos, un micrófono para dar a voz a los sin voz,
un cuaderno para alfabetizar, un blog para denunciar las barbaridades que
cometen los mandamases.
Defender la
tierra en que habitamos es una obviedad. Gracias a las aportaciones ecológicas,
sabemos que la tierra es un conjunto orgánico indivisible. El aire que
respiramos no pertenece a ninguna patria: es universal. Es una perogrullada que
la deforestación amazónica afecta a los pulmones de los parisinos. De modo que
cuidar nuestra tierra es una cuestión de higiene ambiental. En cambio, en un mundo en que unos matan para vivir
mejor, defender que todo ser humano, independientemente de su raza y religión,
tiene los mismos derechos y las mismas libertades que los demás, es una tarea
ardua. Por eso los nuevos héroes de la patria son los llamados “activistas
de los derechos humanos”. Me inclino, sinceramente, ante estos nuevos héroes de
la humanidad y envidio sanamente su entrega crística: morir para que otros vivan mejor. No existe causa más noble que
ésta.
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