En el reino de los animales, el macho
dominante tiene varios privilegios por detentar el poder dentro de la manada:
prioridad para acceder al agua y a la comida, aparearse con hembras más saludables
y gozar de un respeto dentro de la manada. Pero tiene la responsabilidad de
defender a los suyos contra los enemigos de fuera, incluso a riesgo de perder
su vida. Para coronarse macho dominante, el gran jefe tiene que haber vencido a
sus contrincantes mediante peleas públicas para que todos los miembros de la
manada fueran testigos de su apabullante victoria. Generalmente el perdedor
suele abandonar la manada para probar suerte en otros grupos, o simplemente
para curtirse en batallas antes de volver a enfrentarse con su rival. Cuando el
macho dominante pierde su poder suele abandonar su manada para vagar en la sabana
y morir en solitario, no sin la tristeza de aquel que lo tuvo todo pero que un
día se despertó sin nada.
En las sociedades humanas que llamamos
democráticas, la fenomenología del poder es muy parecida al del reino animal.
Para conseguir el mando hay que haber ganado las elecciones democráticas.
Defender a los suyos no es imprescindible. Trincar todo lo que se pueda parece
ser la moda, al menos en nuestra actual España. Pena. No hay ningún partido
político maduro que no se haya visto salpicado por casos de corrupción. De modo
que eso de presentarse a las elecciones para poder servir al pueblo suena a
broma de mal gusto. El imprescindible desgaste personal y familiar que sufren
los políticos tiene que tener una buena recompensa, porque de lo contrario no
merecería la pena tanto sacrificio.
El ansia del poder que se camufla en el
servicio abnegado a la patria suele engendrar dictadores democráticos. Hay quienes
afirman que la única diferencia que hay entre Rajoy y Castro es que en España
tenemos posibilidad de intentar cambiar de presidente cada cuatro años, en Cuba
no. Pero a la hora de tomar las decisiones, quien está al mando hace lo que le
da la gana. Un gobierno con mayoría absoluta es muy parecido a una dictadura:
puede cambiar las leyes que le dé la gana sin contar con la oposición; puede
balancear las decisiones judiciales sin sonrojarse y puede acabar dictando
leyes mordazas mientras critica abiertamente otros regímenes que hacen lo mismo
pero con menos tacto diplomático. Al fin y al cabo, la sed del poder es
insaciable.
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