Se pasea por las plazas públicas de varios países como si en sus manos estuviera la esperanza que todos necesitamos. Se analiza su discurso para ver si hay mensajes ocultos para los suyos. Se habla de su llegada al escenario político como un suceso que se produce de vez en cuando en muchas décadas. Se augura su final como la de un héroe que muere acribillado por un seguidor suyo que siente que el Mesías tiene que morir para que la salvación alcance toda la humanidad.
En Barak Obama, el bendecido por la divinidad según su nombre, echan raíces los dos colores de la humanidad que la historia ha estado separando durante mucho tiempo: el color negro y el color blanco. De padre africano intelectualmente brillante pero familiarmente desastroso, y de madre blanca que por amor es capaz de casarse tanto como un kenyano como con un indonesiano, Obama no nació de una familia casta ni tuvo una infancia familiar envidiable. Pero de una situación familiar que le podría haber lanzado a la marginación social aprendió a forjarse a sí mismo, aprovechando las pocas oportunidades que le brindaba la sociedad norteamericana, hasta convertirse en uno de los candidatos a la residencia norteamericana más carismático y más querido como el Kennedy de los años sesenta.