El último escándalo de un periódico inglés confirma que ya no hay vida privada, que lo que llamamos secreto deja de serlo en el momento en que sale de nuestros labios. De modo que si queremos que una historia sea secreta, la única forma de conseguirlo es no contarlo. Porque en este mundo hay individuos que se empeñan en contarlo todo; individuos que se emocionan cuando son capaces de consumirlo todo; individuos que se dedican a descubrir historias que deberían ser restringidas.
Imagen del buscador Google. |
Hay un ojo grande que lo ve todo. Cuando conectas tu ordenador a la red, gran parte de tus actividades se registran con la IP personal de tu equipo. Cuando envías un correo electrónico, la carretera que lo lleva al destinatario pasa por un montón de ordenadores conectados a la red, siendo imposible no dejar parte de ese mensaje a la vista de muchos curiosos que se dedican a espiarlo todo. Con encender tu móvil, la tarjeta SIM se conecta a la antena más cercana y empieza un control exhaustivo de tus movimientos y de tus actividades telefónicas. Todo se registra. Todo se puede publicar, a pesar de la ley orgánica de protección de datos. No hablemos ya de nuestra entrega generosa al público a través de redes públicas.
Los entendidos en la materia no cesan de avisarnos que no conviene publicar fotos privadas en nuestros perfiles públicos, y mucho menos publicar fotos de niños o amigos (sin su previo consentimiento). Porque siempre hay un gracioso que etiqueta la foto con todos los detalles. La entrega generosa de nuestra intimidad crece al mismo ritmo que el ansía de pervertidos para satisfacer sus “desviaciones”. De modo que estos pervertidos se van de caza sin salir de sus escondites. Consiguen fotos de niños con tan sólo un clic; manejan fotos de una borrachera sin haber estado en la fiesta; adquieren videos íntimos sin amenazar a nadie. Porque somos nosotros quienes entregamos generosamente nuestras vidas íntimas al público. Y la mayoría de las veces no somos conscientes que lo que subimos a la red no tiene retorno. Y cuando nos damos cuenta, el mal ya está hecho. Si nos hacemos una foto delante de nuestras casas y la subimos a la red, estamos facilitando el trabajo al delincuente o incluso al mismo detective.
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