viernes, 1 de noviembre de 2013

Día de homenaje a los difuntos


Rwanda, 1994
Todo ser mortal consciente se habrá preguntado, en algún momento de su vida, sobre el sentido de una existencia abocada a la extinción. Nacer para morir sin más, con los dolorosos picotazos de la existencia, sería la mayor condena sinsentido. Para mucha gente, la vida terrenal no es nada agradable en su conjunto: nacen en condiciones infrahumanas, crecen en medios de un sinfín de calamidades y mueren sin atención sanitaria. ¡Las mascotas europeas viven mejor que millones de personas en el mundo! Piénsese en la vida de los inmigrantes que reposan en el Mediterráneo, o en pueblos que están en guerras, en países como Somalia o Sudán donde vivir no tiene, francamente, ningún placer. Yo no encuentro sentido en soportar tanto sufrimiento en vida para acabar desapareciendo como si nada.

 Pocas personas hallan recompensas en su vida terrenal. La mayoría viven juntando los pedazos que el paso del tiempo va desperdigando por doquier. Comparto la visión de Albert Camus: “il n'y a qu'un problème philosophique vraiment sérieux: c'est le suicide. Juger que la vie vaut ou ne vaut pas la peine d'être vécue, c'est répondre à la question fondamentale de la philosophie”. Encontrar el sentido a la vida, he aquí la gran tarea del ser humano.

Casi todos los pueblos creen en la pervivencia del alma después de la muerte. Hablan de paraíso, de encarnación o de los antepasados. Están convencidos de que vivir tiene sentido a condición de que la muerte no sea el final del camino. Ciertamente, si yo estuviese convencido de que con la muerte se acaba todo, no me importaría adelantar el viaje. La duda sobre la vida después de la muerte me inyecta la esperanza de seguir viviendo con la ilusión de dilucidar este suspense. Sigo pensando que la vida de un ser humano tiene tres dimensiones.

La primera dimensión es esta vida que llevamos en la tierra. Por experiencia propia sabemos que es una vida frágil, una vida pasajera, una vida caduca. La realidad es que tarde o temprano nos alcanza a todos la muerte terrenal, la muerte física, la muerte biológica. Y a veces da la sensación de que todo se acaba.

La segunda dimensión es que los muertos viven en los corazones de los suyos, en los recuerdos de los vivientes. Por eso recordar es volver a colocar en el corazón, es decir, amar. Y amar es crear, amar es recrear, en definitiva, amar es dar vida nueva.  Como dice Gabriel Marcel, amar a una persona equivale a decirle: tú no morirás nunca.

La tercera dimensión para quienes creen en Jesucristo es que los muertos viven en Cristo. Es lo que dice y confirma el apóstol San Pablo. Si morimos en Cristo, si realmente creemos en su muerte y resurrección, no cabe duda de que viviremos con él eternamente. Esto se cree o no se cree. Ante la caducidad de esta vida terrenal, Dios responde con la promesa de una vida eterna. Por eso el cristiano como Cristo muere para resucitar.

Creo que la muerte no es el final del camino. La muerte es la puerta necesaria que nos lleva a Dios (o la Unidad Cósmica). Al final de la vida terrena no está el vació. Al final de la vida terrena no está un túnel sin salidas como dicen algunas leyendas. Al final de la vida nos espera Jesús con los brazos abiertos. Al final de la vida nos espera todas aquellas personas con quienes hemos compartido gozosamente esta vida aquí en la tierra. Al final de todo, cuando Dios pronuncie el nombre personal de cada uno de nosotros, no estaremos solos. Estaremos con los nuestros y con Jesús.

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