jueves, 13 de septiembre de 2012

Mi experiencia personal

En octubre de 1990, en los comienzos de la guerra en Rwanda, muchos chicos nos acercábamos a la carretera principal para aplaudir a los soldados gubernamentales que iban a la guerra. Unos días después, nos acercábamos a la misma carretera para contar los muertos que, al principio venían en féretros, pero cuando se aumentó el número de víctimas, venían amontonados en camiones militares. Los ojos de los militares heridos en convalecencia en un hospital cercano reflejaban la desesperación de alguien que sabe que su vida no vale nada.

 
Cuando terminé mis estudios, de lunes a viernes daba clase a mis alumnos de unos trece años, y el fin de semana hacía de educador-catequista-psicólogo con los adolescentes desplazados de guerra (también ayudaba a repartir la comida en los campos de refugiados). Mis alumnos de fin de semana (desplazados de guerra) se quejaban de que mis alumnos de lunes a viernes (nativos-locales) no les consideraban iguales a ellos. La última vez que hablé con mis alumnos nativos, antes de las vacaciones de semana santa, me hablaron en términos despectivos de mis otros alumnos. Y les tuve que explicar que la guerra podían alcanzarnos a todos, que debíamos ser generosos con los demás porque nunca se sabe cuándo te va a tocar a ti (kubagarira yombi). Naturalmente, uno de los deberes en vacaciones fue una redacción sobre su encuentro con los desplazados de guerra. Nunca pude corregir esos deberes porque una semana después, todos tuvimos que coger el camino del exilio (y de la muerte para algunos). Me consta que compañeros profesores y algunos alumnos míos murieron en la guerra.

 
Muchos años después, como profesor de ética en una escuela secundaria (en España), tres alumnos inmigrantes rumanos se me quejaban del comportamiento despectivo de sus compañeros españoles. Como profesor de ética, intervine con argumentos racionales que parecían convencerles a todos. Pero cuando les planteé un dilema,  me quedé sorprendido por la respuesta mayoritaria: “una mascota tuya y una persona desconocida se están ahogando en un pantano, ¿a quién salvarías primero?”. La respuesta mayoritaria fue asombrosa.

 
Cuando estudiaba en la universidad, algunos domingos iba a colaborar con los sin techos (drogadictos, gente con Sida): jugaba con ellos, les servía la comida (a veces comía con ellos) y lavaba los platos. Ya sabía que hay muchas formas de pisotear la dignidad de un ser humano, incluso en nuestra Europa civilizada.


Más tarde estuve conviviendo con los inmigrantes menores en un centro de acogida (levantarlos, orientarlos en las tareas más básicas, comer con ellos, acompañarlos a tramitar la documentación, esperarlos cuando tenían una tarde-noche para salir, acompañarles al médico, enfadarme con ellos). Me di cuenta que aunque la generosidad del pueblo español es incuestionable, aún hay leyes que nos distinguen: unos son legales, otros son ilegales. Y después de mi experiencia personal y de mi formación universitaria, ni con la boca chica puedo afirmar que “todos los seres humanos somos iguales”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué razón tienes!!! Aunque no debería ser así....siempre ha habido y habrá ciudadanos de primera y de segunda....Y lo peor no es que ese clasismo o esas diferencias las hagan las leyes,los políticos,el apartheid...si no que muchas veces las hacemos nosotros mismos,los propios ciudadanos...incluso desde niños,con la ignorancia y la inocencia de la infancia,.Lidia