Todos sabemos que el ser humano es uno de los
seres más desvalidos entre los mamíferos superiores. Su salida del útero
materno tiene lugar en un momento de inmadurez biológica. El recién nacido
tiene que ser protegido por sus allegados durante un período notablemente más
prolongado que en el caso de cualquier otro mamífero. En muchas culturas del
mundo se le otorga el status de independencia cuando cumple los dieciocho años
de vida. Biológicamente
y culturalmente nacemos a destiempo, pasando del seno materno a la matriz cultural
que nos acoge y nos va introduciendo en la conflictividad vital.
Durante este proceso de encarnación social nos encontramos más necesitados que
el resto de los animales. Ni siquiera somos capaces de defendernos contra
cualquier tipo de violencia como el hambre, el frío, el calor o la enfermedad.
Un recién nacido abandonado a su suerte no es capaz de sobrevivir.
Juan Masía Clavel sostiene que el ser humano
es un “animal inacabado” que se expone a los aspectos de maduración y de
autodestrucción individual y colectivamente, a los aspectos de lucidez y de
prejuicios, a los aspectos de avances y decadencias. Su nueva vida no tiene
fuerza en sí misma: cuenta con la necesaria ayuda de sus progenitores porque
francamente, como dice Ignacio Larrañaga, “sin desearlo él mismo, lo echaron a
participar en esta carrera. No puede dejar de participar ni salir de la
carrera. Saldrá de ella, no cuando él quiera, sino cuando lo saquen. Más aún:
no solamente tiene que participar de una carrera no deseada; sino que tiene que
hacerlo con un caballo que no es de su grado” y esperar la muerte con
resignación. Este final nos plantea muchos enigmas antropológicos: ¿Qué sentido
puede tener una existencia abocada a la inexistencia, una vida condenada al
aniquilamiento, una unidad que avanza hacia su descomposición?
Los antropólogos dualistas que separan el
cuerpo del alma sostienen que el cuerpo muere y que el alma es inmortal. Los
monistas, sean espirituales o corporales, también constatan la muerte del
cuerpo. Quienes consideramos que el ser humano es una unidad psicosomática, que
la persona no tiene cuerpo sino que es cuerpo, también constatamos la muerte
del ser humano. Aunque
nuestra experiencia no va más allá de la observación del nacer y del morir de
otras personas, tenemos la seguridad de nuestra muerte. Es más: la previsión
anticipadora de la muerte afecta nuestro actual modo de situarnos en el mundo.
La desaparición de las personas queridas nos hace vivir intensamente la muerte
y concebir mejor la nuestra. Incluso para “los que parecen hijos de otro dios”,
la muerte patentiza su vulnerabilidad.
Muchos
estudios sostienen que la muerte no es un momento, es un proceso. El proceso
biológico comienza muy pronto. El organismo se va deteriorando. Una dolencia lo
acelera. Una enfermedad terminal lo precipita. Albert Camus dice que “los hombres mueren y
no son felices”. Las desgracias causadas por la violencia de la
naturaleza (tormentas, inundaciones, terremotos, huracanes, el dolor, la vejez,
la enfermedad) nos recuerdan constantemente lo frágil, ambiguo y vulnerable que
es nuestra vida. Hay una especie de proceso biológico del vivir caminando hacia
el morir, y a través del morir, hacia tal vez el sobrevivir. Mientras tanto lo
que nos urge es saber cómo caminar con armonía y serenidad en este mundo que
nos ha tocado vivir.
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