Río Nyabarongo (Ruanda) |
El P. José María estaba librando su último combate, y desde
luego no parecía que lo fuera a ganar
con más de noventa años y unos pulmones muy cansados. Su
compañero de toda la vida, el P. Peláez, me pidió acompañarle en el autobús
para visitarle en la Fundación Jiménez. Desde que el P. Peláez se había caído
en la Gran Vía tenía miedo de viajar solo en el bus. Haciendo de tripas corazón
superó sus prejuicios raciales y se agarró a mí y nos fuimos hasta el Hospital.
Cuando llegamos, el P. José María estaba muy alterado. Se destapaba
continuamente y se levantaba mirando la cruz que estaba en la habitación. Muy
nervioso, se disponía a rezar en posición de “chico bueno”, pero le fallaba las
fuerzas y se volvía a tumbar en la cama. Las enfermeras se estaban planteando
atarle para que no se cayera al suelo. Nos aconsejaron cogerle de la mano para
sentir el calor humano. Le miré al P. Peláez para que hiciera los honores, no
porque me diera miedo tocar a un moribundo sino porque conocía sus reservas
raciales y no quería estropearle sus últimas horas. Pero el P. Peláez se negó
con la cabeza y me vi obligado a intervenir. Probablemente en ese último
capítulo de su vida, el detalle racial era insignificante. Entre la morfina y mis
caricias a su mano se fue calmando hasta quedarse prácticamente dormido. Su
corazón fatigado por el último combate apenas latía. El P. Peláez me pidió que
nos marcháramos puesto que ya estaba dormido. Me di cuenta que no quería ser
testigo del último aliento de su compañero y amigo en muchos conventos. Cuando
llegamos a casa nos informaron que el P. José María había muerto unos minutos
después de nuestra marcha.
Un par de años después, me llamó mi amigo Manuel para
comunicarme que estaba convaleciendo en las instalaciones hospitalarias de Los
Montalvos en Salamanca. Durante mis primeras visitas charlábamos de
muchas cosas. Incluso le provocaba con mis groserías. “Qué barbaridad”, me decía el P. Manuel, profesor jubilado en la
Pontificia de Salamanca. Pero la tarde en que estaba a punto de partir, le vi
muy inquieto y sólo me pudo decir que había dejado mi número de teléfono a uno
de sus compañeros conventuales para avisarme del desenlace final. Prácticamente
estuve con él apenas diez minutos. Las enfermeras me mandaron salir de la
habitación. Al verme que seguía esperando en el pasillo me aconsejaron irme a
tomar un café porque le iban a sedar. Me marché con las lágrimas en los ojos. Era
evidente que el P. Manuel estaba librando su último combate. Al día siguiente
por la tarde me informaron dónde se encontraba su capilla ardiente.
Estoy convencido de que las personas mayores manejan sus últimos
momentos y cruzan la otra orilla intentando incomodar lo menos posible a
quienes seguimos esperando nuestra hora. Cuando el año pasado mi padre
me confesó que tenía que hacer sus necesidades en la cama intuí que estaba
listo para marcharse. Había distribuido la herencia a sus hijos y todos, menos
yo, habían acudido para tener una última charla con él. Confió a su esposa sus últimos deseos: le dijo que quería
ser enterrado por su primogénito, y le dejó libertad para que ella eligiera a quién
le acompañará a ella en su último viaje cuando Dios pronuncie su nombre. Y
el domingo 12 de mayo de 2013, a
las cinco y media de la tarde, pidió a su fiel nieto que fuera a buscarle un
zumo para beber. Cuando regresó con el zumo, mi padre ya había muerto. Mi
hermana Monique dice que fue detallista hasta en su morir: no quiso expulsar el
último aliento en presencia del nieto que le había cuidado en los últimos años
para no dejarle un mal recuerdo (el último
combate mortal es siempre un drama para el protagonista y un trauma para los
asistentes).
“Tengo que hacer mis necesidades en la cama, hijo” (me dijo muy angustiado, unos días antes de su
muerte por teléfono). Le pregunté si no quería ir al médico y me dijo que no lo
consideraba necesario: “tranquilo hijo. Tú
has hecho todo lo que has podido. Pero yo soy consciente de que se acerca mi
momento. Debemos entregarnos dignamente cuando llega ese momento. Y el mío está
muy cerca. Le he encargado a tu sobrino avisarte cuando Dios me llame” (Imana nimpamagara).
Era la primera vez que mi padre me hablaba
directamente de su muerte. Fui consciente de que se estaba despidiendo de mí.
Me saltaron las lágrimas y no pude seguir hablando con él. Me inventé que tenía
poco saldo en el móvil y corté la llamada. Después de asimilar sus palabras, le
llamé de nuevo y le dejé despedirse como corresponde. Le prometí llamarle en
tres días para ver cómo andaba, pero cuando llamé ya había perdido el habla,
respiraba mal y no pudimos hablar. Dos días después llamé de nuevo, mi madre me
dijo que había logrado hablar un poco, que incluso había pedido que le sacaran
al patio para tomar un poco de sol. Entendí que había querido contemplar el
rostro de este mundo por última vez y le dije a mi madre que llamaría en dos
días para ver si ya estaba un poquito mejor para hablar con él. Y cuando llamé
por teléfono y mi sobrino me contestó llorando, me vi obligado a
consolarle a él, a mi madre y a mis hermanos. Hacía diez minutos que acababa de
cruzar la otra orilla.
Diecinueve años nos separaba de nuestro último
encuentro, en plenas matanzas generalizadas en aquella primavera de 1994. En
aquel entonces, casi todos ruandeses nos preparamos para morir. Durante la primera
semana yo rezaba a Dios para salvarme. Cuando vi que estaba rogando lo
imposible, empecé a pedir morir de un disparo. Me aterrorizaba morir a
machetazos. Empezaban a llegar rumores de que los verdugos exigían dinero a las
víctimas que querían morir de un balazo. Todavía hoy guardo los billetes que
llevaba conmigo por si tenía que comprar una bala. Llegado el momento y fui
apuntado por un kalashnikov, bajé la cabeza muy aliviado. Pero no era el
momento de partir hacia los antepasados: era el momento de huir.
La vivencia de la muerte de nuestros seres queridos
depende de cómo hayan fallecido. Una muerte pacífica como la de mi padre
apacigua el corazón de los suyos. Una muerte dramática como la que viví en un pueblo de
Teruel es tremendamente angustiosa. El silencio de la iglesia se
rompía cada dos por tres por los llantos de una madre que nada ni nadie podía consolar en ese momento.
Treinta minutos de la Misa me parecieron una eternidad. El chiquillo de unos
trece años disfrutaba de su bicicleta bajando una de las calles del pueblo, y
por un despiste o por un fallo en los frenos acabó chocando mortalmente contra
un muro de una de las casas. Los llantos de su madre durante la Misa me
recordaban los llantos de mis hermanas, hace ya muchos años, cuando yo también
parecía haber perdido el combate vital.
Yo llevaba unos días con la fiebre muy alta. De lo que
recuerdo de esa tarde es que, apoyándome sobre mi madre le dije que había
llegado el momento y que me tenía que despedir. Mi madre llamó a mi hermana
para que fuera a avisar a mi padre. Unos minutos después yo ya estaba en coma,
o muerto como todos aseguraron. Mi hermana me decía que era imposible que yo
viera la llegada de mis dos hermanas acompañadas de nuestro tío porque ya me
habían tapado con una manta, con los ojos cerrados y en posición mortal
(preparativos que se llevan a cabo cuando todavía el cuerpo está caliente). Sin
embargo yo fui capaz de describir perfectamente el escenario, la llegada de los
vecinos para velar el cuerpo durante la noche y los preparativos del funeral.
Como mínimo estuve presente unas dos horas, el tiempo que todos aseguran que yo
estaba muerto. Después de esas dos horas tengo lagunas. Me desperté al día
siguiente hacia las siete y mi hermana (tres años mayor que yo) debió llevarse
un buen susto cuando vio cómo me quitaba la manta. La pobre no se había
separado de mi cama. Enseguida aparecieron mis padres, mi hermano mayor y mis
otras dos hermanas. Todos lloraban. Le pregunté a mi madre porqué lloraban pero
no me contestó. Sólo quería abrazarme. Me permití el lujo de levantarme y salir
al patio, aunque ayudado por mi madre. Los vecinos no tuvieron tiempo para
esconder el material para preparar la tumba. Pregunté quién se había muerto
pero me dieron respuestas evasivas mientras me convencían para volver a mi
habitación. En cuestión de minutos todo había vuelto a la normalidad pero el
acontecimiento se había convertido en un tema tabú. Sólo mi hermana Monique me
daba detalles de ese acontecimiento. Enseguida archivé esa historia, lo mismo
que había hecho cuando le pregunté a mi madre porque no quería pasar por un
puente que lleva a la parroquia cuando íbamos juntos a Misa, y prefería dar
rodeos, tardando casi el doble de tiempo. Me contó que, embarazada de mí,
viniendo de la catequesis pre-natal intentó cruzar el puente, se cayó al río a
punto de desbordarse por las lluvias. El rio le arrastró casi cincuenta metro y
nos salvamos de milagro. Como la historia no parecía divertirle, no me pareció
adecuado solicitarle más detalles.
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