martes, 16 de febrero de 2010

Nuestros padres


Hace poco un amigo me invitó a visitar a su madre en una residencia de mayores. Ella, a sus más de ochenta años se mantiene en forma, con una memoria envidiable. Desgraciadamente no puedo decir lo mismo de muchos de los otros residentes. Durante un pequeño paseo que dimos por la residencia topé con miedo, la desesperación, la resignación, la amenaza de una muerte inminente. Es cierto que los ojos son el reflejo del alma.

La madre de mi amigo me enseñó con orgullo los dibujos que va realizando con sus monitores. Me di cuenta que envejecer es volver lentamente a la infancia: dibujos de niños, conversaciones infantiles, dependencia absoluta, inocencia de un bebé, el cansancio de un recién nacido, con sus ojos medio cerrados y el maldito sueño que no se acaba. Incluso el olor es parecido. La diferencia es que unos acaban de llegar y otros están a punto de partir. El recorrido existe desde que conocemos la vida, pero sigue siendo un asunto muy personal que se resuelve en solitario.

Por la tarde hablé con mis viejos. A mi padre le describí la vida de la gente de su quinta en Europa.
-“Su residencia se parece a una cárcel, ¿no?”, me preguntó riéndose.
-“¡Y qué lo digas tú, papá! Tú la has conocido, ¿no?”.

Se quedó callado, supongo que imaginándose las veces que estuvo encarcelado. Temí que hubiera perdido el sentido del humor. Pero a cabo de un rato empezó una carcajada. Yo también empecé a reírme con él. Humor negro, supongo. Una risa sincera es señal de que la vida acaba de triunfar.

A pesar de que han pasado dieciséis años que no nos vemos, cada vez que hablo con mis viejos los siento satisfechos. Criaron seis hijos con pocos recursos. No se quedaron atrapados en el dolor por la pérdida de uno de los seis (que por cierto no llegué a conocerle). La guerra de 1994 se cebó con sus hermanos, amigos y muchos vecinos de su edad. Pero ellos superaron sus heridas. Todavía hoy conservan su sentido del humor. Se sienten aún responsables del futuro de sus nietos, sobre todo de aquellos que se quedaron huérfanos de padres durante la guerra.

Mis padres no me hablan con tristeza, a pesar de que me reclaman constantemente una visita. Si las cosas fueran tan sencillas… Un día me arrastró una tromba de agua hasta el río; al principio intenté nadar contracorriente para volver al lugar de mi infancia pero me ganó la fuerza de la corriente. O seguía su curso, o me ahogaba en el intento. Si lo estoy contando es porque con mucho dolor me acomodé a su curso. A veces la misma elección es una condena.

Dice mi padre que tiene más de ochenta años y que está cada vez más cansado. Mi madre no se queja mucho porque dice que en el poblado hay gente más joven que han “envejecido peor” que ella. En el transcurso de la conversación aprovecho siempre para examinar disimuladamente el estado de su memoria. Le pregunto por los nombres de sus nietos. A veces le cuesta acordarse de los nombres de aquellos que no le visitan frecuentemente. Me dice que se siente satisfecha de la vida que ha tenido y me insiste que “ineza yiturwa indi” (el bien genera bien). Dice que aquellos estudiantes a los que daba comida cuando aún tenía algo de dinero a menudo vienen a verle con agradecimiento. Alaba a sus nietos por lo bien que le cuidan. Sólo se me queja de ellos porque se ríen de ella porque ya no tiene dientes.

-“Hijo, estoy sin dientes. Como un bebé”, me dice riéndose.
-“Pero, mamá, si tú siempre has tenido problemas con los dientes”.
-“¡Ay!, hijo, ¿te acuerdas?”.
-“Claro que me acuerdo mamá. Soy más joven que tú, ¿sabes?”.

Otra vez el humor negro le arranca una agradable carcajada. Y yo le animo para que nunca pierda el sentido del humor. Le recuerdo que ha tenido suerte de compartir el envejecimiento con su marido. Ahora los dos están a la orilla del río, a la espera de una señal para partir. Estoy seguro de que lo único que le provocará tristeza en su último viaje será mi ausencia. Cuelgo el teléfono deseando que nuestra despedida no vaya a ser la última despedida. Por desgracia algún día será así. Ellos lo saben. Yo también.

1 comentario:

Pili dijo...

Gracias querido Elíe por compartir experiencias tan íntimas, tan reconfortantes y llenas de amor y ternura con nosotros. ¡Cuánto bueno que aprender! ¡cuántas lecciones de humildad, bondad y ejemplo a seguir!

Algún día, como tú dices, ellos partirán, pero lo harán muy orgullosos de ese hijo que tienen tan lejos, tan lejos en la distancia, pero tan cerca, tan cerca de su corazón. Ten la seguridad que su cara dibujará la más grande de las sonrisas porque en esos momentos te estarán viendo, unos 20 años más joven querido amigo, pero tu cara estará allí con ellos reconfortándolos, oyendo tus palabras llenas de bondad y amor que les haces llegar por teléfono.

Eres un valiente, y ante ti me quito, no el sombrero porque no lo uso, pero si el gorro o el turbante africano que tanto me gusta, y si llevo puesto.

Puedes sentirte muy orgulloso, y ahora me explico por qué tú eres así, tienes unos padres millonarios en valores. Que cierto es el refrán que dice: "Hay gente tan pobre, tan pobre, que sólo tiene dinero"

Gracias querido Elíe por ser nuestro amigo, y lo de NUESTRO va también por una querida amiga común,que sin decirte el nombre sé que sabes de quien te hablo, y que aún sin leer tu carta todavía, tengo la absoluta seguridad de que le gustaría hacerte partícipe de este mensaje, porque al igual que yo se siente enormemente orgullosa de ser tu amiga.
En nombre de las dos gracias y muchísima suerte en la vida.