Sentenciado por la Secretaria de Estado norteamericana (“le queremos vivo o muerto”), perseguido y alcanzado por las bombas occidentales (OTAN), le vimos zarandeado, abofeteado, pateado sin defenderse, y disparado por sus compatriotas. Parece ser que pidió que no le mataran. De hecho en su mirada no se refleja claramente el pánico de un hombre que va a morir. Incluso llega a limpiarse la sangre en su cara en un gesto de querer desafiar la muerte. Pero su mirada fija a la cámara que le está grabando ya no intimida a los rebeldes con sed de venganza. El decano de los dictadores africanos ya era un hombre acabado. En pocos minutos, un disparo pondría fin a más de 42 años de su omnipotencia. Un dictador más que muere dramáticamente.
Personalmente hubiera preferido ver a Gadafi sentado en el banquillo de los acusados para que nos cuente la raíz de su violencia, de sus extravagancias, de su implicación en los atentados y conflictos bélicos africanos, de sus charlas con los mandamases occidentales, de sus regalos a jefes de estados europeos que, finalmente, han acabado con su vida. ¿Por qué Occidente democrático y civilizado consideró que Gadafi era un hombre indeseable al que tenían que matar? ¿Por qué Occidente, defensor de la justicia internacional, no optó por juzgar a Gadafi? ¿Tal vez porque un Gadafi muerto no puede hablar, no puede acusar, no puede defenderse? ¿Tal vez porque el petróleo libio vale más que la dignidad occidental? Sigue siendo verdad: unos mueren para que otros vivan mejor. A veces el goteo de petróleo se parece al goteo de sangre de un pueblo saqueado por bandidos de todo tipo.
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