Cuando empezó la guerra el uno de octubre de 1990 yo
acababa de empezar el tercer curso de secundaria, con mis 18 tacos
recientemente cumplidos. Me acuerdo perfectamente cómo sucedió: a las nueve y
media apagamos las luces para dormir. En
mi cuarto dormíamos doce alumnos (seis literas). A las once nos
despertamos al oír un continuo ruido de camiones militares en la carretera
Gahini-Kagitumba. Deducimos erróneamente que eran soldados que iban de maniobras
militares en el cuartel de Gabiro, y nos despreocupamos del asunto. Nos despertamos como todos los días. La
Dirección del colegio no nos dejaba escuchar la radio por la mañana, ni había
teléfonos en el colegio para enterarnos de lo que había pasado la noche
anterior.
El día transcurrió sin ningún problema. Terminamos
las clases de la mañana como siempre a las 12:25. Comimos y muchos fuimos a la siesta como siempre. Sin embargo, antes de volver a clase a las 14:00, vimos
los jeeps militares pasar a gran
velocidad hacia Gabiro. Eso ya no era normal. Los profesores estaban al
corriente de lo que estaba pasando a través de Radio France Internacional, pero habían recibido orden por parte de
la Dirección de evitar cualquier comentario sobre el asunto. Terminamos las
clases. Deporte, ducha, estudio y cena. Justo a partir de las 18:30, mientras
algunos seguían cenando, otros nos enteramos en los avances informativos que el
pueblo había sido invadido desde Uganda por miles de rebeldes, que los guardias
de la frontera habían sido asesinados a quemarropa, que entre cuatro y diez coches militares habían sido quemados, y
que el frente estaba alrededor del campo militar de Gabiro, justo a menos de 50
kilómetros de nuestro colegio. El Ministerio de la Defensa pedía tranquilidad y
afirmaba que las fuerzas gubernamentales habían logrado parar el ataque. El
jefe del Estado, Juvénal Habyarimana, estaba de vista en el extranjero. El
comunicado de los militares declaraba el estado de couvre-feu: prohibido
formar un grupo de tres personas, prohibido salir de su casa, prohibido recibir
visitas, esperar la nueva orden. Entretanto, los militares buscaban a
quienes podrían ser cómplices: los servicios secretos habían logrado
saber que en la capital habían algunos comandos dispuestos a tomar los
cuarteles militares de Kanombe y Kacyiru, y así de paso controlar la zona de
los ministerios, el aeropuerto y la residencia presidencial. Durante la noche
nadie pegó ojo. Sabíamos que nuestros días estaban contados.
Desde
nuestras aulas se oían los disparos, las explosiones de granadas y bombas. El cielo estaba invadido por helicópteros
militares, y la zona parecía muerta. Por la mañana siguiente casi nos
bombardean: estábamos preparando las bananas y patatas que íbamos a comer, y
nos sorprendió un helicóptero militar. Formábamos varios grupos de más de
veinte personas cada uno y eso estaba desde luego prohibido. Cuando los dos
helicópteros se alienaron para disparar disparar empezamos a gritar: nos libramos milagrosamente
de los disparos. Había tanto estrés en el colegio que las clases fueron suspendidas.
A mediodía tuvimos la reunión con el Director del
colegio: nos dijo que si la situación se agravaba el gobierno trataría de
avisarnos y proporcionaría algunos autocares para llevarnos a un lugar seguro, y
si fuera necesario, nos refugiaríamos en el país vecino, Tanzania. El Director no
nos convenció. Algunos nos escapamos para informarnos de los soldados que
pasaban por la carretera Kayonza-Kagitumba, pero sus rostros desfigurados
hablaban por sí solos.
La noche fue eterna. Hacia las 02:00 de la madrugada
paró en nuestro colegio un camión lleno de soldados camuflados: nos pidieron
agua. Nos preguntaron acerca de los movimientos de sus compañeros. Que dónde
estaba el puesto de control más cercano. Qu qué armas pesados habíamos visto en los camiones militares. Ellos decían que venían del cuartel de
paracomandos de Gisenyi. Que desconocían nuestra zona. Que por urgencia
no habían tenido tiempo para ponerse de acuerdo con sus camaradas. Más tarde
supimos que eran rebeldes que buscaban por dónde pasar la noche antes de
iniciar los combates al amanecer. De hecho aquella misma noche hubo
enfrentamientos fuertes a seis kilómetros de nuestro colegio. Por la mañana, nuestro colegio estaba
sitiado: se llevaron al Director y dos profesores. A mediodía nos enteramos que algunos comandos habían atacado la capital Kigali con armamento fuerte, pero que la
situación ya estaba controlada. La verdadera historia la supimos meses después: un teatro estratégico para atrapar a más de 5 mil sospechosos en una noche.
Nuestro Director fue interrogado, pero debido a su
rango eclesiástico (era pastor anglicano), tres días después fue puesto en libertad
condicional. Pero los otros dos profesores fueron conducidos a la prisión de
Kibungo. Dos semanas después se llevaron otra vez a nuestro Director, y fue la
última vez que le vimos con vida. Se
cuenta que le llevaron al ayuntamiento donde los soldados enfurecidos le
estuvieron torturando todo el día. Le obligaron a comer sus gafas y los zapatos
que llevaba. En la furgoneta que le trasladó a la comisaría de Rwamagana, tuvo
que soportar patadas de los soldados. Cuando llegó a la comisaría ya no podía
respirar. Le habían roto intencionalmente varias costillas. Finalmente le
ejecutaron. En el informe dijeron que le dispararon cuando intentaba escaparse.
Por la mañana, un viernes inolvidable, oímos por radio nacional un comunicado
del obispado que anunciaba el funeral. Los militares nos prohibieron cualquier
comentario acerca de su muerte. A partir de ese momento, la policía secreta
controlaba todos los movimientos en el internado.
Los militares habían ordenado reanudar las clases
porque así por lo menos estaríamos bajo control. De lo contrario, los más
nerviosos podían escaparse del colegio en búsqueda de un lugar seguro, lo que
significaba automáticamente la muerte. A los pocos días, debido al ruido
incesante de los disparos, las clases fueron suspendidas. Poco a poco nos acostumbramos a vivir en medio del miedo. Veíamos
cómo los camiones traían cajas de soldados muertos en el frente, aunque siempre
las emisoras gubernamentales cantaban victoria. El Hospital de la zona estaba lleno de civiles heridos: cabezas abiertas
por las granadas, piernas amputadas por las minas antipersonales, cuerpos
llenos de entradas de balas. Realmente la guerra no había perdonado a
nadie. Y eso que era el principio.
Los que tenían familiares militares empezaron a
recibir noticias de sus padres. El país se había militarizado totalmente. Nos
llegaban historias escalofriantes: muchachas
violadas, maridos abatidos delante de sus mujeres, jóvenes movilizados a pesar de su poca voluntad,
tiendas saqueadas..., una mujer que rescató un perro pensando que era su hijo y
cuando ya había recorrido cinco minutos se dio cuenta de la malicia de la
criatura al no contestarle y no pudo volver a por su hijo, etc… La vida se
había convertido en una lucha continua contra los enemigos invencibles. Y todo
empezó el 01 de octubre de 1990.
2 comentarios:
Creo que tanto esa fecha, 1 de octubre de 1990, como la del 6 de abril de 1994, están grabados a sangre y fuego en los ruandeses de todas las clases, que por aquel entonces, sobre todo, vivian en Ruanda.
Hay quien dice que si Fred Rwigema no hubiese muerto en el segundo día de guerra, las cosas hubiesen sido diferentes.....no se que pensar del tema
Juanma
Un saludo cordial, Juanma. Sí, muchos piensan lo que tú dices acerca de Rwigema. Parece ser que él no tenía intenciones de atemorizar a los civiles. Inclusos sus ideas parecían románticas y atractivas para los jóvenes: "songa mbele mpaka Nyamijos" (no parar hasta Nyamijosi (Nyamirambo), un barrio popular de la capital donde se podía conseguir comida, cerveza y sexo a un buen precio. Jejejeje. Buen fin de semana.
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