Dicen los rwandeses que “izina niryo muntu” (el nombre marca carácter). Seguramente los padres de Sibomana lo creían así y quisieron reflejar en él que “no son ellos quienes velan por mi vida sino Dios”. Porque la vida de Sibomana siempre estuvo en manos de la divinidad. Amenazado por los extremistas de ambas etnias, temido y odiado por los dirigentes rwandeses de cualquier color político, escapó varias veces a los atentados contra su vida y murió, cuatro años después de las matanzas de la primavera de 1994, después de encontrar familias para miles de huérfanos de guerra.
Un hombre difícil de manipular, austero, tímido, introvertido, de voz grave y de acceso difícil, Sibomana “parecía brusco en su primer acercamiento” (según Antonio Villarino) pero después producía una impresión de honda coherencia humanista y cristiana. Había nacido en 1954 en Muyunzwe, en la provincia de Gitarama. Tercer hijo de una familia campesina, alumno brillante desde pequeño, su padre le envió al Seminario Menor de Save (1968), y en 1974 fue admitido al Seminario Mayor de Nyakibanda. En 1980 fue ordenado sacerdote y nombrado coadjutor en la catedral de Kabgayi. De 1982 a 1986 fue párroco de Muyunzwe, donde adquirió pronto la reputación de ser un hombre severo por no favorecer a nadie, ni siquiera a los familiares más directos. Seis años más tarde, Monseñor André Perraudin le mandó a Francia para estudiar periodismo en el Instituto Católico de Lyon. A su vuelta a Rwanda fue nombrado redactor jefe del periódico eclesiástico, Kinyamateka (1988). Y allí empezó su lucha por los derechos humanos que le enemistará con el presidente Juvénal Habyarimana y, por supuesto, con el actual presidente Paul Kagame. Pero nunca dejó de defender, desde sus columnas, una política de reconciliación activa, incluso durante y después de las matanzas de miles y miles de rwandeses.
En 1991 creó la “Asociación ruandesa para la defensa de la persona y de las libertades públicas” (ADL). Aunque las amenazas de muerte contra él era un secreto a voces en Rwanda, Sibomana rechazó tanto el silencio como el exilio. Él mismo escribió: “Se que estoy en peligro, pero no tengo derecho a marcharme. Habría podido exiliarme diez, veinte veces...Mi lugar está en medio de los míos. Nunca he cuestionado mi fe, nunca he dudado. Pero he descubierto en medio de la sangre y las lágrimas que el camino de la verdad no es necesariamente un camino feliz. No es Dios quien me plantea problemas, sino el hombre. Busco cómo encontrar al buen camino, cómo conseguirlo y cómo arrastrar hacia él a otros hombres”.
Durante las matanzas de primavera de1994 se refugió en su pueblo natal, y allí fue salvado por un miliciano que le reconoció y le facilitó la huida. Su hermana pequeña se refugió en Congo, como muchos rwandeses. Después de la guerra, una de sus dos hermanas mayores fue detenida acusada de haber tomado parte en las matanzas, pero luego fue liberada sin explicaciones. Su único hermano murió en 1995.
A la muerte de su obispo, Monseñor Nsengiyumva, en manos de los militares del FPR, Sibomana fue nombrado administrador apostólico de la diócesis de Kabgayi. El 9 de diciembre de 1994 recibió el Premio Reporteros Sin Fronteras por defender la libertad de información y los derechos humanos. En 1995 la revista “Mundo Negro” le concedió el Premio a la Fraternidad por sus esfuerzos en mantener vivo el sentido de la fraternidad humana por encima de las divisiones étnicas y rencores. Se opuso tanto a la amnistía como a la acusación generalizada. Pero reconocía que "incluso los condenados a muerte deben ser tratados como personas". Por eso buscó fondos para ampliar la cárcel de Gitarama donde había casi 7.000 presos y morían 160 personas al mes. Después de nombrar un equipo médico de 11 personas para atender a los presos, la mortalidad se redujo a cero. Se dio cuenta que muchos presos estaban detenidos por una simple denuncia calumniosa motivada por el odio, la envidia o el deseo de apropiarse de sus bienes. Descubrió lo que llamó “compraventa de órdenes de arresto” que consistía en que la autoridad competente firmaba una orden judicial de arresto en blanco y la vendía a alguien que la quería utilizar contra su vecino.
Puso en marcha un proyecto de reconstrucción de viviendas en el que debían colaborar hutu y tutsi. Según él, era "un proyecto que permitía restablecer, poco a poco, las relaciones y disminuir la tensión social". Atendió a los huérfanos de guerra, y consiguió que 17.000 de los 20.000 fueran adoptados en cuatro años por alguna familia.
En julio de 1995 fue acusado por la revista francesa, “Golias”, de haber participado en las matanzas y de ayudar a los genocidas. Su principal acusador era Gaspar Gasasira, un antiguo periodista que años antes Sibomana había despedido de Kinyamateka “por no tener principio ético en su trabajo informativo”. En una entrevista en “Actualité Religieuse” (15 septiembre de 1996) André Sibomana acusó a Golias de unirse ciegamente a lo que llamaba ideología extremista tutsi: "esta revista no persigue más que una sola meta: desacreditar, cueste lo cueste, a los hombres de la Iglesia". Ciertamente, Golias comenzó a lanzar sus ataques contra Sibomana cuando fue nombrado administrador apostólico de Kabgayi y se veía la posibilidad de ser nombrado obispo. A su defensa salieron la Unión Católica International de Prensa (UCIP) y Reporteros Sin Fronteras (RSF). El mismo relator especial de la Comisión de la ONU para los derechos humanos, René Degni-Segui reconoció que Sibomana "salvó numerosas vidas humanas, y a veces poniendo en peligro su propia vida. Sería condenable e injusto que este sacerdote, hombre de fe y de ley, humanista convencido y militante de los derechos humanos, fuera, después del genocidio contra el que luchó, objeto de mentiras y de amenazas". Pero Sibomana ya estaba avisado por los extremistas. Murió el 9 de marzo de 1998, después de una larga enfermedad, en la casa parroquial en Kabgayi, sin que haya alguien que haya podido aportar las pruebas respecto a las acusaciones de Golias. Tenía 44 años. Había querido viajar a Europa para su tratamiento, pero el gobierno rwandés le negó el pasaporte durante muchos meses, y cuando se lo dio ya estaba en situación crítica. Él mismo rechazó el pasaporte con estas palabras:
“En calidad de defensor de los derechos humanos, declaro que solicité hace tiempo la devolución del pasaporte, pero el Estado ruandés no tuvo en cuenta mis derechos. Arrojarme un pasaporte cuando estoy en la fase terminal de una enfermedad es como 'encubrir' otras injusticias que se mantienen en silencio. Rechazo este pasaporte, así como la complicidad en la violación de los derechos humanos de mis conciudadanos. Este rechazo pretende ser una valiente reivindicación de la necesidad de que afloren las situaciones de injusticia. Mi enfermedad me es familiar desde que me golpeó por primera vez en 1976. Los cuidados médicos disponibles en Ruanda no han sido suficientes y su virulencia actual es devastadora. Si pasa, tanto mejor. Si, en cambio, acaba conmigo será una deuda que deberán saldar quienes me han negado mis derechos fundamentales”.
Unos días después falleció, dejando huellas en la gente de buena voluntad. Si bien iba a morir tarde o temprano como nos pasará a todos, no cabe duda de que el gobierno ruandés adelantó su muerte.