En
octubre de 1990, en los comienzos de la guerra en Rwanda, muchos chicos nos acercábamos
a la carretera principal para aplaudir a los soldados gubernamentales que iban
a la guerra. Unos días después, nos acercábamos a la misma carretera para
contar los muertos que, al principio venían en féretros, pero cuando se aumentó
el número de víctimas, venían amontonados en camiones militares. Los ojos de
los militares heridos en convalecencia en un hospital cercano reflejaban la
desesperación de alguien que sabe que su vida no vale nada.
Cuando
terminé mis estudios, de lunes a viernes daba clase a mis alumnos de unos trece
años, y el fin de semana hacía de educador-catequista-psicólogo con los
adolescentes desplazados de guerra (también ayudaba a repartir la comida en los campos de refugiados). Mis alumnos de fin de semana (desplazados
de guerra) se quejaban de que mis alumnos de lunes a viernes (nativos-locales) no les
consideraban iguales a ellos. La última vez que hablé con mis alumnos nativos,
antes de las vacaciones de semana santa, me hablaron en términos despectivos de
mis otros alumnos. Y les tuve que explicar que la guerra podían alcanzarnos a
todos, que debíamos ser generosos con los demás porque nunca se sabe cuándo te
va a tocar a ti (kubagarira yombi).
Naturalmente, uno de los deberes en vacaciones fue una redacción sobre su
encuentro con los desplazados de guerra. Nunca pude corregir esos deberes
porque una semana después, todos tuvimos que coger el camino del exilio (y de
la muerte para algunos). Me consta que compañeros profesores y algunos alumnos
míos murieron en la guerra.
Muchos
años después, como profesor de ética en una escuela secundaria (en España), tres
alumnos inmigrantes rumanos se me quejaban del comportamiento despectivo de sus
compañeros españoles. Como profesor de ética, intervine con argumentos
racionales que parecían convencerles a todos. Pero cuando les planteé un dilema, me quedé sorprendido por la respuesta
mayoritaria: “una mascota tuya y una persona desconocida se están ahogando en
un pantano, ¿a quién salvarías primero?”. La respuesta mayoritaria fue
asombrosa.
Cuando
estudiaba en la universidad, algunos domingos iba a colaborar con los sin
techos (drogadictos, gente con Sida): jugaba con ellos, les servía la comida (a
veces comía con ellos) y lavaba los platos. Ya sabía que hay muchas formas de
pisotear la dignidad de un ser humano, incluso en nuestra Europa civilizada.
Más tarde estuve conviviendo con los inmigrantes menores en un centro de acogida (levantarlos, orientarlos en las tareas más básicas, comer con ellos, acompañarlos a tramitar la documentación, esperarlos cuando tenían una tarde-noche para salir, acompañarles al médico, enfadarme con ellos). Me di cuenta que aunque la generosidad del pueblo español es incuestionable, aún hay leyes que nos distinguen: unos son legales, otros son ilegales. Y después de mi experiencia personal y de mi formación universitaria, ni con la boca chica puedo afirmar que “todos los seres humanos somos iguales”.
Más tarde estuve conviviendo con los inmigrantes menores en un centro de acogida (levantarlos, orientarlos en las tareas más básicas, comer con ellos, acompañarlos a tramitar la documentación, esperarlos cuando tenían una tarde-noche para salir, acompañarles al médico, enfadarme con ellos). Me di cuenta que aunque la generosidad del pueblo español es incuestionable, aún hay leyes que nos distinguen: unos son legales, otros son ilegales. Y después de mi experiencia personal y de mi formación universitaria, ni con la boca chica puedo afirmar que “todos los seres humanos somos iguales”.