Se jactan públicamente de sus creencias, como si sus actos se inspiraran realmente en el mandamiento del amor. Se confiesan conservadores sin aclarar qué tipo de valores conservan. Por la mañana se recogen religiosamente en Hermandades católicas, y por la noche celebran reuniones secretas en la “Fraternidad de los trincadores”. Son capaces de repugnar el matrimonio homosexual, aunque a escondidas tengan prácticas homosexuales. Cuando aparece una cámara de televisión esbozan sus mejores sonrisas, y por teléfono desgranan un rosario de grosería y frases soeces: “Hijo puta, te quiero un huevo”. Se permite este lenguaje repugnante porque se consideran los nuevos amos del pueblo. En realidad son auténticos caciques que actúan con sadismo. Manipulan al pueblo para alcanzar sus objetivos. A pesar de tener sueldos exorbitantes, dicen que difícilmente llegan a finales de mes. Se sienten queridos por el pueblo que en intimidad califican de ignorante, un pueblo dispuesto a adorar a todo aquel que tenga estilo propio para trincar mejor. “Nosotros los grandes de España, España nos debe mucho”, afirman sin sonrojarse.
Las creencias religiosas profesadas públicamente suelen manifestar los sentimientos contrarios. Es como aquel que empieza el discurso diciendo que tiene muchos amigos gays, o que no es racista. El evangelio dice que la mano derecha no debe saber las buenas obras que hacen la mano izquierda. Si te consideras buena persona, no te preocupes que todo el mundo sabrá apreciarlo. Si eres creyente, no te preocupes que por tus obras todo el mundo lo sabrá. Lo que creas o dejes de creer importa poco a los demás; lo que realmente importa son tus obras. “¿Cómo distinguir entre una persona buena y una persona mala?”, le preguntaron a Jesús. “Por sus obras les conoceréis”, contestó sabiamente el Maestro.
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