Manuel, medio sentado encima de la mesa, con las manos en los bolsillos. foto de google.es |
Yo no soy nadie para calificar una vida truncada a los 28
años. Sólo
siento una inmensa tristeza porque Manuel estuvo dialogando con la muerte
durante cuatro días, en su habitación, sin que sus compañeros de piso se
enteraran. Sólo tuvo fuerza para avisar una compañera de trabajo. Y
cuando rompieron la puerta de su cuarto y le llevaron al hospital, el médico
sólo pudo diagnosticar lo que era inevitable. La tuberculosis había destrozado
completamente sus pulmones y sólo quedaba esperar el desenlace final. Le
preguntó si tenía familia en España para avisarle, y Manuel le dijo que estaba
solo en España. Y murió.
Había llegado de su Angola natal a los 14 años. Le conocí a
los 15 años en la Casa de Acogida a los Inmigrantes Menores en Madrid.
Mis jefes me habían mandado para reforzar la comunidad educadora. Más de una
vez le acompañé al Centro Sanitario para recibir las correspondientes
vacunas. Más de una vez discutí con él
cuando no cumplía mis órdenes. Tenía un espíritu africano de razonar todo antes
de actuar, y yo no tenía paciencia para razonar con él el sentido de las normas
de la casa. Le acababa diciendo: “Manuel, esto se hace porque lo digo yo”.
Emitía un sonido africano de total desacuerdo pero obedecía.
Manuel era un chaval tímido, muy pensativo y poco
conflictivo. Nunca le pregunté porqué a sus 14 años había tenido que abandonar
su familia en Angola, ni quise leerlo en los informes no confidenciales que nos
facilitaba la psicóloga del Centro. Yo sabía que Manuel no era un aventurero. Su país estaba
en guerra. Los chavales de su edad iban obligados a la guerra para morir. De
modo que tenía motivos más que suficientes para abandonar sus raíces.
No tenía heridas profundas como otros chavales de Costa de Marfil o Liberia que
confesaban haber sido obligados a matar, y sus pesadillas me despertaban a
media noche. Una
puta desgracia para unos chavales de 14 años. Otros afirmaban haber
cruzado la frontera de Melilla debajo de un camión o escondidos no se sabe
dónde. Sólo para huir de una vida sin sentido en sus países.
Manuel se adaptó fácilmente al estilo de vida español. Con su
acento portugués y su humor negro, a veces nos arrancaba una buena carcajada. Y
cantaba. Y bailaba. Se movía como un buen negroafricano. Sin prisas. Con ritmo.
La última vez que le vi salía de clase de Auxiliar de enfermería
y llevaba una bata blanca de laboratorio (por aquel entonces mis jefes me
habían cambiado de sitio). Terminó sus estudios, consiguió un trabajo en una
residencia de ancianos. Una amiga que le daba clase de español y le invitaba a
su Galicia natal me iba informando de sus movimientos, de sus logros, de sus
sueños. Sus
jefes estaban encantados con él porque era un chaval responsable, trabajador y
poco conflictivo. Hace unos dos años estuvo de vacaciones en su
país. Justo cuando empezaba a reconciliarse con su pasado (incluso le había
tocado una cantidad no despreciable en la lotería de este año pasado), una jodida
enfermedad evitable llama a su puerta y le machaca en soledad.
¿Por qué se encerró en la habitación y no pidió ayuda para ir
al médico? ¿Porque temía contagiar a sus compañeros? ¿Porque temía que le
despidieran de su trabajo? No se sabe. La muerte es inevitable. Incluso puede ser considerada
como una pesada compañera de viaje. Pero dialogar con la muerte durante cuatro días
en una habitación oscura, vomitando sangre, viendo cómo se frustra todos los
esfuerzos, es muy duro. Toda su vida tramitando papeles: residencia,
seguridad social, médicos, etc. Incluso ahora sigue esperando en una morgue
madrileña para que las administraciones le permitan volver a su Angola natal para
descansar junto a nuestros antepasados. Una puta pena.